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In Memoriam: Stanilav Lem
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12 setembre 1921 // 27-març.2006
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- FABULAS DE ROBOTS PARA NO ROBOTS
En una sociedad en la que la tecnología está al servicio
de unos intereses de clase y bajo el control de una elite altamente
especializada, es comprensible que los no iniciados
—ni beneficiarios— contemplen el «progreso» tecnológico
con cierto recelo, cuando no con positivo temor. Un temor que, cuando faltan
la información y la capacidad crítica necesarias para llegar al fondo de la
cuestión, se convierte fácilmente en temor irracional a la cosa en sí —la
tecnología, en este caso— en vez de centrarse en su manipulación clasista,
auténtica razón de que la ciencia y la tecnología avanzada puedan constituir
una amenaza. Este temor —al que cabe llamar tecnofobia— presenta dos aspectos
principales: por una parte, el miedo al poder destructivo y avasallador de
ciertos «logros» tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace
al hombre como productor,
cosa que en una sociedad equitativa y racional debería
contemplarse como una gozosa liberación, pero que en la nuestra, basada en la
explotación y la competencia, supone una constante amenaza para los
trabajadores, y no sólo para los manuales (piénsese en los formidables avances
de la cibernética) La idoneidad del símbolo del robot para polarizar este
doble temor es bastante obvia: el robot es un «hombre mecánico», culminación
simbólica de la usurpación por parte de la
máquina del lugar del hombre; como además se lo puede —y
suele— imaginar inquietamente poderoso, ya sea física, mentalmente o en ambos
sentidos a la vez, se presta muy bien para expresar la tecnofobia antes
aludida. Y, de hecho, la ciencia ficción subcultural, e incluso la de ciertas
pretensiones, nos ofrece innumerables ejemplos de robots y supercomputadoras
que —como su primo hermano, la criatura de Frankenstein— se rebelan contra su
creador con funestas consecuencias. Sólo la ciencia ficción más seria, menos
condicionada por nuestros mitos culturales (ideológicos, en última instancia),
recurre al símbolo del robot con otros fines, como el de señalar la
importancia de una tecnología al servicio del hombre, o para utilizar la
implacable lógica de los cerebros electrónicos como contrapunto y/o espejo de
las
contradicciones y los prejuicios humanos. Al igual que
la tecnología que simboliza, el robot es un instrumento (meramente narrativo,
por ahora) lleno de posibilidades, pero constantemente expuesto a un uso
negativo. No es éste, por cierto, el caso de la «Ciberiada» de Lem, quien ha
logrado aclimatar con éxito en este difícil terreno su fecundo talento de
fabulador y, sobre todo, fabulista. Prolongador y actualizador de esa gran
corriente fantástico-satírica que pasa por los Cyrano, los Voltaire y los
Swift, Lem ha creado, con su «Ciberiada», la fábula robótica. Un tipo de
fábula, además, que se aleja del tradicional camino asfaltado hacia la fácil
moraleja para adentrarse en los terrenos mucho más fértiles de la poesía, la
ironía, el humor y una fantasía que a menudo roza o penetra en el surrealismo.
Todo ello con un denso e inquietante (¿se puede hablar de Lem sin utilizar
este adjetivo?) trasfondo filosófico que el tono festivo y desenfadado de los
relatos no hace sino realzar. (pgs2/4)
EXPEDICION PRIMERA, O LA TRAMPA DE GARGANCIANO
Cuando el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día
y todas las estrellas guardaban un buen orden, de modo que era fácil
contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un
grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas,
como cuerpos de segunda categoría, metidas por los
rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni
rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos
tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los constructores con Diploma
de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de
viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos. Ocurrió, pues,
que de acuerdo con esa tradición se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a
quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las
nueces. Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el
último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado
pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente.
Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado
era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron en
seguida que se trataba en este caso de dos estados
vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de
aterrizar. —Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que
tú te dirijas a uno yyo al otro. Así nadie saldrá perjudicado. —Me parece bien
—contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de
guerra? Puede ocurrir.
—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso
milagrosos —convino Trurl—.
Decidamos que se los negaremos en redondo.
—¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No
sería nada nuevo.
—Vamos a verlo en seguida —dijo Trurl, y conectó la
radio, de la cual salió, atronadora, una entusiasta marcha militar.
—Tengo una idea —dilo Clapaucio, apagando la radio—.
Podemos aplicar la receta de Garganciano. ¿Qué te parece?
—¡Ah...! ¡La receta de Garganciano! —exclamó Trurl—. No
he oído nunca que nadie la usara. Pero podemos ser nosotros los primeros en
hacerlo. ¿Por qué no?
—Tú y yo estaremos dispuestos a aplicarla, pero es
imprescindible que lo hagamos los dos, si no, todo puede terminar bastante
mal. (pgs 4-5)
© Stanislaw Lem. Cyberiada. 1965, Editorial
Bruguera, S.A.1979
© Traducción: Jadwiga Maurizio
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